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lunes, 25 de abril de 2011

La Verdad y las formas jurídicas. Michel Foucault .Ciclo de 5 conferencias en la Universidad de Río de Janeiro, 1973.


Cuarta Parte
En la conferencia anterior procuré mostrar cuáles fueron los mecanismos y los efectos de la estatización de la justicia penal en la Edad Medía. Quisiera que nos situásemos ahora a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el momento en que se constituye lo que, en ésta y la próxima conferencia, intentaré analizar bajo el nombre de sociedad disciplinaria. La sociedad contemporánea puede ser denominada —por razones que explicaré— sociedad disciplinaria. Quisiera mostrar cuáles son las formas de prácticas penales que caracterizan a esta sociedad, cuáles son las relaciones de poder que subyacen a estas prácticas penales, y cuáles son las formas de saber, los tipos de conocimiento, los tipos de sujetos de conocimiento que emergen a partir y en el espacio de esta sociedad disciplinaria que es la nuestra.

La formación de la sociedad disciplinaria puede ser caracterizada por la aparición, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, de dos hechos contradictorios, o mejor dicho, de un hecho que tiene dos aspectos, dos lados que son aparentemente contradictorios: la reforma y reorganización del sistema judicial y penal en los diferentes países de Europa y el mundo. Esta transformación no presenta las mismas formas, amplitud y cronología en los diferentes países.

En Inglaterra, por ejemplo, las formas de la justicia permanecieron relativamente estables, mientras que el contenido de las leyes, el conjunto de conductas reprimibles desde el punto de vista penal se modificó profundamente. En el siglo XVIII había en Inglaterra 313 ó 315 conductas capaces de llevar a alguien a la horca, al cadalso, 315 delitos que se castigaban con la pena de muerte. Esto convertía al código, la ley y el sistema penal inglés del siglo XVIII en uno de los más salvajes y sangrientos que conoce la historia de la civilización. Esta situación se modificó profundamente a comienzos del siglo XIX sin que cambiaran sustancialmente las formas y las instituciones judiciales inglesas. En Francia, por el contrario, se produjeron modificaciones muy profundas en las instituciones penales manteniendo intacto el contenido de la ley penal.

¿En qué consisten estas transformaciones de los sistemas penales? Por una parte, en una reelaboración teórica de la ley penal que puede encontrarse en Beccaria, Bentham, Brissot y los legisladores a quienes se debe la redacción del primero y segundo código penal francés de la época revolucionaria.

El principio fundamental del sistema teórico de la ley penal definido por estos autores es que el crimen, en el sentido penal del término o, más técnicamente, la infracción, no ha de tener en adelante relación alguna con la falta moral o religiosa. La falta es una infracción a la ley natural, a la ley religiosa, a la ley moral; por el contrario, el crimen o la infracción penal es la ruptura con la ley, ley civil explícitamente establecida en el seno de una sociedad por el lado legislativo del poder político. Para que haya infracción es preciso que haya también un poder político, una ley, y que esa ley haya sido efectivamente formulada. Antes de la existencia de la ley no puede haber infracción. Según estos teóricos, sólo pueden sufrir penalidades las conductas efectivamente definidas como reprimibles por la ley.

Un segundo principio es que estas leyes positivas formuladas por el poder político de una sociedad, para ser consideradas buenas, no deben retranscribir en términos positivos los contenidos de la ley natural, la ley religiosa o la ley moral. Una ley penal debe simplemente representar lo que es útil para la sociedad, definir como reprimible lo que es nocivo, determinando así negativamente lo que es útil.

El tercer principio se deduce naturalmente de los dos primeros: una definición clara y simple del crimen. El crimen no es algo emparentado con el pecado y la falta, es algo que damnifica a la sociedad, es un daño social, una perturbación, una incomodidad para el conjunto de la sociedad.

Hay también, por consiguiente, una nueva definición del criminal: el criminal es aquél que damnifica, perturba la sociedad. El criminal es el enemigo social. Esta idea aparece expresada con mucha claridad en todos estos teóricos y también figura en Rousseau, quien afirma que el criminal es aquel individuo que ha roto el pacto social. El crimen y la ruptura del pacto social son nociones idénticas, por lo que bien puede deducirse que el criminal es considerado un enemigo interno. La idea del criminal como enemigo interno, como aquel individuo que rompe el pacto que teóricamente había establecido con la sociedad es una definición nueva y capital en la historia de la teoría del crimen y la penalidad.

Si el crimen es un daño social y el criminal un enemigo de la sociedad, ¿cómo debe tratar la ley penal al criminal y cómo debe reaccionar frente al crimen? Si el crimen es una perturbación para la sociedad y nada tiene que ver con la falta, con la ley divina, natural, religiosa, etc., es claro que la ley penal no puede prescribir una venganza, la redención de un pecado.

La ley penal debe permitir sólo la reparación de la perturbación causada a la sociedad. La ley penal debe ser concebida de tal manera que el daño causado por el individuo a la sociedad sea pagado; si esto no fuese posible, es preciso que ese u otro individuo no puedan jamás repetir el daño que han causado. La ley penal debe reparar el mal o impedir que se cometan males semejantes contra el cuerpo social.

De esta idea se extraen, según estos teóricos, cuatro tipos posibles de castigo. En primer lugar el castigo expresado en la afirmación: «Tú has roto el pacto social, no perteneces más al cuerpo de la sociedad, tú mismo te has colocado fuera del espacio de la legalidad, nosotros te expulsaremos del espacio social donde funciona esa legalidad». Es la idea que se encuentra frecuentemente en estos autores —Beccaria, Bentham, etc.— de que en realidad el castigo ideal sería simplemente expulsar a las personas, exiliarlas, destinarlas o deportarlas, es decir, el castigo ideal sería la deportación.

La segunda posibilidad es una especie de exclusión. Su mecanismo ya no es la deportación material, la transferencia fuera del espacio social sino el aislamiento dentro del espacio moral, psicológico, público, constituido por la opinión. Es la idea de los castigos al nivel de escándalo, la vergüenza, la humillación de quien cometió una infracción. Se publica su falta, se muestra a la persona públicamente, se suscita en el público una reacción de aversión, desprecio, condena. Esta era la pena. Beccaria y los demás inventaron mecanismos para provocar vergüenza y humillación.

La tercena pena es la reparación del daño social, el trabajo forzado, que consiste en obligar a las personas a realizar una actividad útil para el Estado o la sociedad de tal manera que el daño causado sea compensado. Tenemos así una teoría del trabajo forzado.

Por último, en cuarto lugar, la pena consiste en hacer que el daño no pueda ser cometido nuevamente, que el individuo en cuestión no pueda volver a tener deseos de causar un daño a la sociedad semejante al que ha causado, en hacer que le repugne para siempre el crimen cometido. Y para obtener ese resultado la pena ideal, la que se ajusta en la medida exacta, es la pena del Talión. Se mata a quien mató, se confiscan los bienes de quien robó y, para algunos de los teóricos del siglo XVIII, quien cometió una violación debe sufrir algo semejante.

Henos aquí, pues con un abanico de penalidades: deportación, trabajo forzado, vergüenza, escándalo público y pena del Talión, proyectos presentados efectivamente no sólo por teóricos puros como Beccaria sino también por legisladores como Brissot y Lepelletier de Saint-Fargeau, que participaron en la elaboración del primer Código Penal Revolucionario. Ya se había avanzado bastante en la organización de la penalidad centrada en la infracción penal y en la infracción a una ley que representa la utilidad pública. Todo deriva de esto, incluso el cuadro mismo de las penalidades y el modo como son aplicadas.

Tenemos así estos proyectos y textos, e incluso decretos adoptados por las Asambleas. Pero si observamos lo que realmente ocurrió, cómo funcionó la penalidad tiempo después, hacia el año 1820, en la época de la Restauración en Francia y de la Santa Alianza en Europa, notamos que el sistema de penalidades adoptado por las sociedades industriales en formación, en vías de desarrollo, fue enteramente diferente del que se había proyectado años antes. No es que la práctica haya desmentido a la teoría sino que se desvió rápidamente de los principios teóricos enunciados por Beccaria y Bentham.

Volvamos al sistema de penalidades. La deportación desapareció muy rápidamente, el trabajo forzado quedó en general como una pena puramente simbólica de reparación; los mecanismos de escándalo nunca llegaron a ponerse en práctica; la pena del Talión desapareció con la misma rapidez y fue denunciada como arcaica por una sociedad que creía haberse desarrollado suficientemente.

Estos proyectos muy precisos de penalidad fueron sustituidos por una pena muy curiosa que apenas habla sido mencionada por Beccaria y que Brissot trataba de manera muy marginal: nos referimos al encarcelamiento, la prisión. La prisión no pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penalidad del siglo XVIII, surge a comienzos del siglo XIX como una institución de hecho, casi sin justificación teórica.

No sólo la prisión, que no estaba prevista en el programa del siglo XVIII y que se generalizará durante el siglo siguiente, sino también la legislación penal sufrirá una formidable inflexión en relación con lo que estaba establecido en la teoría.

En efecto, desde comienzos del siglo XIX y de manera cada vez más acelerada con el correr del siglo, la legislación penal se irá desviando de lo que podemos llamar utilidad social; no intentará señalar aquello que es socialmente útil sino, por el contrario, tratará de ajustarse al individuo. Puede citarse como ejemplo las grandes reformas de la legislación penal en Francia y los demás países europeos entre 1825 y 1850-60, que consisten en la organización de, por así decirlo, circunstancias atenuantes: la aplicación rigurosa de la ley, tal como se expone en el Código puede ser modificada por decisión del juez o el jurado y en función del individuo sometido a juicio. La utilización de las circunstancias atenuantes que asume paulatinamente una importancia cada vez mayor falsea considerablemente el principio de una ley universal que representa únicamente los intereses sociales. Por otra parte, la penalidad del siglo XIX se propone cada vez menos definir de modo abstracto y general qué es nocivo para la sociedad, alejar a los individuos dañinos o impedir que reincidan en sus delitos. De modo cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la defensa general de la sociedad que el control y la reforma psicológica y moral de las actitudes y el comportamiento de los individuos. Esta es una forma de penalidad totalmente diferente de la prevista en el siglo XVIII, puesto que el gran principio de la penalidad para Beccaria era que no habría castigo sin una ley explícita y sin un comportamiento también explícito que violara esa ley.

Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer.

Así, la gran noción de la criminología y la penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad. La noción de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones efectivas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan.

El último punto fundamental que la teoría penal cuestiona aún más profundamente que Beccaria es que, para asegurar el control de los individuos —que no es ya reacción penal a lo que hacen sino control de su comportamiento en el mismo momento en que se esboza— la institución penal no puede estar en adelante enteramente en manos de un poder autónomo, el poder judicial.

Con ello se llega a cuestionar la gran separación atribuida a Montesquieu —o al menos formulada por él— entre poder judicial, poder ejecutivo y poder legislativo. El control de los individuos, esa suerte de control penal punitivo a nivel de sus virtualidades no puede ser efectuado por la justicia sino por una serie de poderes laterales, al margen de la justicia, tales como la policía y toda una red de instituciones de vigilancia y corrección: la policía para la vigilancia, las instituciones psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y pedagógicas para la corrección. Es así que se desarrolla en el siglo XIX alrededor de la institución judicial y para permitirle asumir la función de control de los individuos al nivel de su peligrosidad, una gigantesca maquinaria de instituciones que encuadrarán a éstos a lo largo de su existencia; instituciones pedagógicas como la escuela, psicológicas o psiquiátricas como el hospital, el asilo, etc. Esta red de un poder que no es judicial debe desempeñar una de las funciones que se atribuye la justicia a sí misma en esta etapa: función que no es ya de castigar las infracciones de los individuos sino de corregir sus virtualidades.

Entramos así en una edad que yo llamaría de ortopedia social. Se trata de una forma de poder, un tipo de sociedad que yo llamo sociedad disciplinaria por oposición a las sociedades estrictamente penales que conocíamos anteriormente. Es la edad del control social. Entre los teóricos que he citado hay uno que de algún modo previó y presentó un esquema de esta sociedad de vigilancia, de gran ortopedia social, me refiero a Jeremías Bentham. Pido disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirmación pero creo que Bentham es más importante, para nuestra sociedad, que Kant o Hegel. Nuestras sociedades deberían rendirle un homenaje, pues fue él quien programó, definió y describió de manera precisa las formas de poder en que vivimos, presentándolas en un maravilloso y célebre modelo de esta sociedad de ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico, forma arquitectónica que permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu, una especie de institución que vale tanto para las escuelas como para los hospitales, las prisiones, los reformatorios, los hospicios o las fábricas.

El Panóptico era un sitio en forma de anillo en medio del cual había un patio con una torre en el centro. El anillo estaba dividido en pequeñas celdas que daban al interior y al exterior y en cada una de esas pequeñas celdas había, según los objetivos de la institución, un niño aprendiendo a escribir, un obrero trabajando, un prisionero expiando sus culpas, un loco actualizando su locura, etc. En la torre central había un vigilante y como cada celda daba al mismo tiempo al exterior y al interior, la mirada del vigilante podía atravesar toda la celda; en ella no había ningún punto de sombra y, por consiguiente, todo lo que el individuo hacía estaba expuesto a la mirada de un vigilante que observaba a través de persianas, postigos semicerrados, de tal modo que podía ver todo sin que nadie, a su vez, pudiera verlo. Para Bentham, esta pequeña y maravillosa argucia arquitectónica podía ser empleada como recurso para toda una serie de instituciones. El Panóptico es la utopía de una sociedad y un tipo de poder que es, en el fondo la sociedad que actualmente conocemos, utopía que efectivamente se realizó. Este tipo de poder bien puede recibir el nombre de panoptismo: vivimos en una sociedad en la que reina el panoptismo.

El panoptismo es una forma de saber que se apoya ya no sobre una indagación sino sobre algo totalmente diferente que yo llamaría examen. La indagación era un procedimiento por el que se procuraba saber lo que había ocurrido. Se trataba de reactualizar un acontecimiento pasado a través de los testimonios de personas que, por una razón u otra —por su sabiduría o por el hecho de haber presenciado el acontecimiento—, se consideraba que eran capaces de saber.

En el Panóptico se producirá algo totalmente diferente: ya no hay más indagación sino vigilancia, examen. No se trata de reconstituir un acontecimiento sino algo, o mejor dicho, se trata de vigilar sin interrupción y totalmente. Vigilancia permanente sobre los individuos por alguien que ejerce sobre ellos un poder —maestro de escuela, jete de oficina, médico, psiquiatra, director de prisión— y que, porque ejerce ese poder, tiene la posibilidad no sólo de vigilar sino también de constituir un saber sobre aquellos a quienes vigila. Es éste un saber que no se caracteriza ya por determinar si algo ocurrió o no, sino que ahora trata de verificar si un individuo se conduce o no como debe, si cumple con las reglas, si progresa o no, etcétera. Este nuevo saber no se organiza en torno a cuestiones tales como «¿se hizo esto?, ¿quién lo hizo?»; no se ordena en términos de presencia o ausencia, existencia o no-existencia, se organiza alrededor de la norma, establece qué es normal y qué no lo es, qué cosa es incorrecta y qué otra cosa es correcta, qué se debe o no hacer.

Tenemos así, a diferencia del gran saber de indagación que se organizó en la Edad Media a partir de la confiscación estatal de la justicia y que consistía en obtener los instrumentos de reactualización de hechos a través del testimonio, un nuevo saber totalmente diferente, un saber de vigilancia, de examen, organizado alrededor de la norma por el control de los individuos durante toda su existencia. Esta es la base del poder, la forma del saber-poder que dará lugar ya no a grandes ciencias de observación como en el caso de la indagación sino a lo que hoy conocemos como ciencias humanas: Psiquiatría, Psicología, Sociología, etcétera. Quisiera analizar ahora cómo se dio este proceso, cómo se llegó a tener por un lado una determinada teoría penal que planteaba claramente una cantidad de cosas, y por otro lado una práctica real, social, que condujo a resultados totalmente diferentes. Tomaré sucesivamente dos ejemplos que se encuentran entre los más importantes y determinantes de este proceso: Inglaterra y Francia; dejaré de lado el ejemplo de los Estados Unidos, que también es importante. Me propongo mostrar cómo en Francia y sobre todo en Inglaterra existió una serie de mecanismos de control de la población, control permanente del comportamiento de los individuos. Estos mecanismos se formaron oscuramente durante el siglo XVIII respondiendo a ciertas necesidades y fueron asumiendo cada vez más importancia hasta extenderse finalmente a toda la sociedad y acabar imponiéndose a una práctica penal. Esta nueva teoría no era capaz de dar cuenta de estos fenómenos de vigilancia nacidos totalmente fuera de ella, y tampoco podía programarlos. Bien puede decirse que la teoría penal del siglo XVIII ratifica una práctica judicial formada en la Edad Media, la estatización de la justicia: Beccaria piensa en términos de una justicia estatizada. Aun cuando fue, en cierto sentido, un gran reformador, no vio cómo nacían a un lado y fuera de esa justicia estatizada procesos de control que acabarían siendo el verdadero contenido de la nueva práctica penal.

¿Cuáles son, de dónde vienen y a qué responden estos mecanismos de control? Consideremos el ejemplo de Inglaterra. Desde la segunda mitad del siglo XVIII se forman, en niveles relativamente bajos de la escala social, grupos espontáneos de personas que se atribuyen, sin ninguna delegación por parte de un poder superior, la tarea de mantener el orden y crear, para ellos mismos, nuevos instrumentos para asegurarlo. Estos grupos proliferaron durante todo el siglo XVIII. Según un orden cronológico, hubo en primer lugar comunidades religiosas disidentes del anglicanismo -cuáqueros, metodistas- que se encargaban de organizar su propia policía. Es así que entre los metodistas, Wesley, por ejemplo, visitaba las comunidades metodistas en viaje de inspección a la manera de los obispos de la alta Edad Media. A él se sometían todos los casos de desorden: embriaguez, adulterio, vagancia, etc. Las sociedades de amigos de inspiración cuáquera funcionaban de manera semejante. Todas estas sociedades tenían la doble tarea de vigilar y asistir. Asistían a los que carecían de medios de subsistencia, a quienes no podían trabajar porque eran muy viejos, estaban enfermos o padecían una enfermedad mental, pero al mismo tiempo que los ayudaban se asignaban la posibilidad y el derecho de observar en qué condiciones era dada la asistencia: observar si el individuo que no trabajaba estaba efectivamente enfermo, si su pobreza y miseria se debían a libertinaje, a embriaguez o a vicios diversos. Eran, pues, grupos de vigilancia espontáneos de origen, funcionamiento e ideología profundamente religiosos.

En segundo lugar hubo al lado de estas comunidades propiamente religiosas, unas sociedades relacionadas con ellas aunque se situaban a una cierta distancia. Por ejemplo, a finales del siglo XVII, en Inglaterra (1692) se fundó una sociedad llamada curiosamente «Sociedad para la Reforma de las Maneras» (del comportamiento, de la conducta). En la época de la muerte de Guillermo III esta sociedad tenía cien filiales en Inglaterra y diez en Irlanda, sólo en la ciudad de Dublín. Esta sociedad, que desapareció a comienzos del siglo XVIII y reapareció bajo la influencia de Wesley en la segunda mitad del siglo, se proponía reformar las maneras: hacer respetar el domingo (es en gran parte gracias a la acción de estas grandes sociedades que debemos el exciting domingo inglés), impedir el juego, las borracheras, reprimir la prostitución, el adulterio, las imprecaciones y blasfemias, en suma, todo aquello que pudiese significar desprecio a Dios. Tratábase, como dice Wesley en sus sermones, de impedir que la clase más baja y vil se aprovechara de los jóvenes sin experiencia para arrancarles su dinero.

A finales del siglo XVIII esta sociedad es superada en importancia por otra inspirada por un obispo y algunos aristócratas de la corte que se llamaba «Sociedad de la Proclamación», porque había conseguido obtener del rey una proclama para el fomento de la piedad y la virtud. Esta sociedad se transforma en 1802 y recibe el titulo característico de «Sociedad para la Supresión del Vicio», teniendo por objetivo hacer respetar el domingo, impedir la circulación de libros licenciosos y obscenos, plantear acciones judiciales contra la mala literatura y mandar cerrar las casas de juego y prostitución. Esta sociedad, aun cuando seguía siendo una organización con fines esencialmente morales y cercana a los grupos religiosos, ya estaba un poco laicizada.

En tercer lugar, encontramos en la Inglaterra del siglo XVIII otros grupos más interesantes e inquietantes: grupos de autodefensa de carácter paramilitar. Estos grupos surgieron como respuesta a las primeras grandes agitaciones sociales que no son aún proletarias pero que sí configuran grandes movimientos políticos y sociales de fuerte connotación religiosa a finales del siglo XVIII, en particular, el movimiento de los partidarios de Lord Gordon. Los sectores más acomodados, la aristocracia, la burguesía, se organizan en grupos de autodefensa y es así que surgen una serie de asociaciones —la «Infantería militar de Londres», la «Compañía de Artillería»— espontáneamente, sin ayuda o con un apoyo lateral del poder. Estas asociaciones tienen por función hacer que reine el orden político, penal o simplemente el orden, en un barrio, una ciudad, una región o un condado.

En una última categoría de sociedad están las propiamente económicas. Las grandes compañías y sociedades comerciales se organizan como policías privadas para defender su patrimonio, sus stocks, sus mercancías y barcos anclados en el puerto de Londres contra los amotinadores, el bandidismo y el pillaje cotidiano de los pequeños ladrones. Estas policías dividían los barrios de grandes ciudades como Londres o Liverpool en organizaciones privadas.

Las sociedades de este tipo respondían a una necesidad demográfica o social, la urbanización, las migraciones masivas provenientes del campo y que paulatinamente se concentraban en las ciudades; respondían también —y volveremos sobre este asunto— a una transformación económica importante, una nueva forma de acumulación de la riqueza: cuando la riqueza comienza a acumularse en forma de stocks, mercadería almacenada y máquinas, la cuestión de su vigilancia y seguridad se transforma en un problema insoslayable; respondían por último, a una nueva situación política. Las revueltas populares que fueron inicialmente campesinas en los siglos XVI y XVII se convierten ahora en grandes revueltas urbanas populares, y en seguida, proletarias.

Es interesante observar la evolución de estas asociaciones espontáneas del siglo XVIII: vemos un triple desplazamiento a lo largo de esta historia.

Consideremos el primero de ellos: en un comienzo estos grupos eran provenientes de sectores populares, de la pequeño-burguesía. Los cuáqueros y metodistas de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII que se organizaban para intentar suprimir los vicios, reformar las maneras, eran pequeño-burgueses que se agrupaban con el propósito evidente de hacer que reine el orden entre ellos y a su alrededor. Pero esta voluntad de hacer reinar el orden era en realidad una forma de escapar al poder político, pues éste contaba con un instrumento formidable, temible y sanguinario: su legislación penal. En efecto, se podía ser ahorcado en más de 300 casos, lo cual significa que era muy fácil que la aristocracia o quienes detentaban el aparato judicial ejercieran terribles presiones sobre las capas populares. Se comprende por qué los grupos religiosos disidentes intentaban escapar a un poder judicial tan sanguinario y amenazador.

Para escapar a la acción de ese poder judicial los individuos se organizaban en sociedades de reforma moral, prohibían la embriaguez, la prostitución, el robo y en general todo aquello que pudiese dar pábulo a que el poder atacara al grupo y lo destruyera, valiéndose de algún pretexto para emplear la fuerza. Son, pues, más que nada grupos de autodefensa contra el derecho y no tanto grupos de vigilancia efectiva. El refuerzo de la penalidad autónoma era una manera de escapar a la penalidad estatal. Ahora bien, en el curso del siglo XVII esos grupos cambiarán su inserción social y abandonarán paulatinamente su base popular o pequeño-burguesa hasta que, al final del siglo, quedarán compuestos y/o alentados por personajes de la aristocracia, obispos, duques y miembros de las clases acomodadas que les darán un nuevo contenido.

Se produce así un desplazamiento social que indica claramente cómo la empresa de reforma moral deja de ser una autodefensa penal para convertirse en un refuerzo del poder de la autoridad penal misma. Junto al temible instrumento penal que ya posee, el poder colocará a estos instrumentos de presión y control. Se trata, en alguna medida, de un mecanismo de estatización de los grupos de control. El segundo desplazamiento consiste en lo siguiente: mientras que en un comienzo el grupo trataba de hacer reinar un orden moral diferente de la ley que permitiese a los individuos escapar a sus efectos, a finales del siglo XVIII estos mismos grupos —controlados y animados ahora por aristócratas y personas de elevada posición social— se dan como objetivo esencial obtener del poder político nuevas leyes que ratificaran ese esfuerzo moral. Se produce así un desplazamiento de moralidad y penalidad.

En tercer lugar puede decirse que a partir de este momento el control moral pasará a ser ejercido por las clases más altas, por los detentadores del poder, sobre las capas más bajas y pobres, los sectores populares. Se convierte así en un instrumento de poder de las clases ricas sobre las clases pobres, de quienes explotan sobre quienes son explotados, lo que confiere una nueva polaridad política y social a estas instancias de control. Citaré un texto que data de 1804, hacia el final de esa evolución que intento exponer, texto escrito por un obispo llamado Watson que predicaba ante la «Sociedad para la Supresión de los Vicios»:

«Las leyes son buenas pero, desgraciadamente, están siendo burladas por las clases más bajas. Por cierto, las clases más altas tampoco las tienen mucho en consideración, pero esto no tendría mucha importancia si no fuese que las clases más altas sirven de ejemplo para las más bajas».

Imposible ser más claro: las leyes son buenas, buenas para los pobres; desgraciadamente los pobres escapan a las leyes, lo cual es realmente detestable. Los ricos también escapan a las leyes, aunque esto no tiene la menor importancia puesto que las leyes no fueron hechas para ellos. No obstante lo malo de esto es que los pobres siguen el ejemplo de los ricos y no respetan las leyes. Por consiguiente, el obispo Watson se siente en la obligación de decir a los ricos:

«Os pido que sigáis las leyes aun cuando no hayan sido hechas para vosotros, porque así al menos se podrá controlar y vigilar a las clases más pobres.»

En esta estatización progresiva, en este desplazamiento de las instancias de control que pasan de las manos de la pequeña burguesía que intenta escapar al poder a las del grupo social que detenta efectivamente el poder, en toda esta evolución, podemos observar cómo se introduce y se difunde en un sistema penal estatizado —el cual ignoraba por completo la moral y pretendía cortar los lazos con la moralidad y la religión— una moralidad de origen religioso. La ideología religiosa, surgida y fomentada en los grupos cuáqueros, y metodistas en la Inglaterra del siglo XVII, viene ahora a despuntar en el otro polo, el otro extremo de la escala social, del lado del poder, como instrumento de control de arriba a abajo. Autodefensa en el siglo XVII, instrumento de poder a comienzos del siglo XIX: este es el proceso que observamos en Inglaterra.

En Francia se da un proceso bastante diferente debido a que, por ser un país de monarquía absoluta, poseía un fuerte aparato estatal que la Inglaterra del siglo XVIII ya no tenía porque había sido ya debilitado por la revolución burguesa del siglo XVII. Inglaterra se había liberado de la monarquía absoluta saltándose esa etapa que dura en Francia unos ciento cincuenta años.

El aparato de Estado se apoyaba en Francia en un doble instrumento: un instrumento judicial clásico —los parlamentos, las cortes, etc.— y un instrumento parajudicial —la policía— cuya invención debemos al Estado francés. La policía francesa estaba compuesta por los magistrados de policía, el cuerpo de la policía montada, y los tenientes de policía; estaba dotada de instrumentos arquitectónicos tales como la Bastilla, Bicêtre, las grandes prisiones, etc.; y tenía también sus aspectos institucionales como las curiosas lettres-de-cachet.

La lettre-de-cachet no era una ley o un decreto sino una orden del rey referida a una persona a título individual, por la que se le obligaba a hacer alguna cosa.

Podía darse el caso, por ejemplo, de que una persona se viera obligada a casarse en virtud de una lettre-de-cachet, pero en la mayoría de las veces su función principal consistía en servir de instrumento de castigo.

Por medio de una lettre-de-cachet se podía arrestar a una persona, privarle de alguna función, etc., por lo que bien puede decirse que era uno de los grandes instrumentos de poder de la monarquía absoluta. Las lettres-de-cachet han sido objeto de múltiples estudios en Francia y ha llegado a ser muy común considerarlas como algo temible, representación de la arbitrariedad real por antonomasia que cae sobre un individuo como un rayo. Pero es preciso ser más prudente y reconocer que no funcionaron sólo de esta forma. Y así como vimos que las sociedades de moralidad podían actuar como una manera de escapar al derecho, observamos también con respecto a estas curiosas disposiciones un juego bastante curioso.

Al examinar las lettres-de-cachet enviadas por el rev en cantidad bastante elevada notamos que, en la mayoría de los casos, no era él quien tomaba la decisión de mandarlas. Procedía a veces como en los restantes asuntos de Estado, pero en la mayoría de ellas, decenas de millares de lettres-de-cachet enviadas por la monarquía, eran en realidad solicitadas por diversos individuos: maridos ultrajados por sus esposas, padres de familia descontentos con sus hijos, familias que querían librarse de un sujeto, comunidades religiosas perturbadas por la acción de un individuo, comunas molestas con el cura de la localidad, etcétera. Todos estos pequeños grupos de individuos pedían una lettre-de-cachet al intendente del rey; éste llevaba a cabo una indagación para saber si el pedido estaba o no justificado y si el resultado era positivo, escribía al ministro del gabinete real encargado de la materia solicitándole una lettre-de-cachet para arrestar a una mujer que engaña a su marido, un hijo que es muy gastador, una hija que se ha prostituido o al cura de la ciudad que no muestra buena conducta ante los feligreses. La lettre-de-cachet se presenta pues, bajo su aspecto de instrumento terrible de la arbitrariedad real, investida de una especie de contrapoder, un poder que viene de abajo y que permite a grupos, comunidades, familias o individuos ejercer un poder sobre alguien. Eran instrumentos de control en alguna medida espontáneos, que la sociedad, la comunidad, ejercía sobre sí misma. La lettre-de-cachet era por consiguiente una forma de reglamentar la moralidad cotidiana de la vida social, una manera que tenían los grupos —familiares, religiosos, parroquiales, regionales, locales— de asegurar su propio mecanismo policial y su propio orden.

Si nos detenemos en las conductas que suscitaban el pedido de lettre-de-cachet y que se sancionaban por medio de éstas, distinguimos tres categorías:

En primer lugar lo que podríamos denominar conductas de inmoralidad —libertinaje, adulterio, sodomía, alcoholismo, etc. Estas conductas provocaban de parte de las familias y las comunidades un pedido de lettre-de-cachet que era inmediatamente aceptado. Tenemos aquí, por consiguiente, la represión moral.

En segundo lugar están las lettres-de-cachet enviadas para sancionar conductas religiosas juzgadas peligrosas y disidentes; en esta categoría se clasificaba a los hechiceros que tiempo hacía habían dejado de morir en la hoguera.

En tercer lugar es interesante notar que en el siglo XVIII las lettres-de-cachet fueron utilizadas algunas veces en casos de conflictos laborales. Cuando los empleadores, patrones o maestros no estaban satisfechos del trabajo de sus aprendices y obreros en las corporaciones, podían desprenderse de ellos despidiéndoles o, rara vez, solicitando una lettre-de-cachet.

La primera huelga de la historia de Francia fue la de los relojeros, en 1724. Los patrones relojeros reaccionaron detectando a quienes aparecían como líderes del movimiento de fuerza y solicitando en seguida una lettre-de-cachet que les fue concedida poco después. Tiempo después el ministro del rey quiso anular la lettre-de-cachet y poner en libertad a los obreros huelguistas pero la misma corporación de los relojeros solicitó al rey que no se liberara a los obreros y se mantuviera la vigencia de la lettre-de-cachet. Este es un típico ejemplo de cómo los controles sociales, que no se relacionan ya con la religión o la moralidad sino con problemas laborales, se ejercen desde abajo y a través del sistema de lettres-de-cachet sobre la naciente población obrera.

Cuando la lettre-de-cachet era punitiva resultaba en la prisión del individuo. Es interesante señalar que la prisión no era una pena propia del sistema penal de los siglos XVII y XVIII. Los juristas son muy claros con respecto a esto, afirman que cuando la ley sanciona a alguien el castigo será la condena a muerte, a ser quemado, descuartizado, marcado, desterrado, al pago de una multa; la prisión no es nunca un castigo. La prisión, que se convertirá en el gran castigo del siglo XIX tiene su origen precisamente en esta práctica para-judicial de la lettre-de-cachet, utilización del poder real por el poder espontáneo de los grupos. El individuo que era objeto de una lettre-de-cachet no moría en la horca, ni era marcado y tampoco tenía que pagar una multa, se lo colocaba en -prisión y debía permanecer en ella por un tiempo que no se fijaba previamente. Rara vez la lettre-de-cachet establecía que alguien debía permanecer en prisión por un período determinado, digamos, seis meses o un año. En general estipulaba que el individuo debía quedar bajo arresto hasta nueva orden y ésta sólo se dictaba cuando la persona que había pedido la lettre-de-cachet afirmaba que el individuo en prisión se había corregido,

La idea de colocar a una persona en prisión para corregirla y mantenerla encarcelada hasta que se corrija, idea paradójica, bizarra, sin fundamento o justificación alguna al nivel del comportamiento humano, se origina precisamente en esta práctica.

Aparece también la idea de una penalidad que no tiene por función el responder a una infracción sino corregir el comportamiento de los individuos, sus actitudes, sus disposiciones, el peligro que significa su conducta virtual. Esta forma de penalidad aplicada a las virtualidades de los individuos, penalidad que procura corregirlos por medio de la reclusión y la internación, no pertenece en realidad al universo del Derecho, no nace de la teoría jurídica del crimen ni se deriva de los grandes reformadores como Beccaria. La idea de una penalidad que intenta corregir metiendo en prisión a la gente es una idea policial, nacida paralelamente a la justicia, fuera de ella, en una práctica de los controles sociales o en un sistema de intercambio entre la demanda del grupo y el ejercicio del poder.

Completados estos dos análisis quisiera ahora extraer algunas conclusiones provisorias que intentaré utilizar en la próxima conferencia.

Los datos del problema son los siguientes: ¿cómo fue que el conjunto teórico de las reflexiones sobre el derecho penal que hubiera debido conducir a determinadas conclusiones quedó de hecho desordenado y encubierto por una práctica penal totalmente diferente que tuvo su propia elaboración teórica en el siglo XIX, cuando se retomó la teoría del castigo, la criminología? ¿Cómo pudo olvidarse la gran lección de Beccaria, relegada y finalmente oscurecida por una práctica de la penalidad totalmente diferente basada en los comportamientos y virtualidades individuales dirigida a corregir a los individuos? En mi opinión, el origen de esto se encuentra en una práctica extra-penal. En Inglaterra los grupos, para escapar al derecho penal, crearon para sí mismos unos instrumentos de control que fueron finalmente confiscados por el poder central. En Francia, donde la estructura del poder político era diferente, los instrumentos estatales establecidos en el siglo XVII por el poder real para controlar a la aristocracia, la burguesía y los rebeldes fueron empleados de abajo hacia arriba por los grupos sociales.

Es entonces que se plantea la cuestión de saber por qué se da este movimiento de grupos de control, la cuestión de saber a qué respondían estos grupos. Hemos visto a qué necesidades originarias respondían pero, ¿por qué razón tuvieron ese destino, por qué se desviaron, por qué el poder o quienes lo detentaban retomaron estos mecanismos de control que estaban situados en el nivel más bajo de la población?

Para comprender esto es preciso considerar un fenómeno importante: la nueva forma que asume la producción. En el origen de este proceso que he venido analizando está el hecho de que en la Inglaterra de finales del siglo XVIII —mucho más que en Francia— se da una creciente inversión dirigida a acumular un capital que no es ya pura y simplemente monetario. La riqueza de los siglos XVI y XVII se componía esencialmente de fortuna o tierras, especie monetaria o, eventualmente, letras de cambio que los individuos podían negociar. En el siglo XVIII aparece una forma de riqueza que se invierte en un nuevo tipo de materialidad que no es ya monetaria: mercancías, stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito y expedición. El nacimiento del capitalismo, la transformación y aceleración de su proceso de asentamiento se traducirá en este nuevo modo de invertir materialmente las fortunas. Ahora bien, estas fortunas compuestas de stocks, materias primas, objetos importados, máquinas, oficinas, está directamente expuesta a la depredación. Los sectores pobres de la población, gentes sin trabajo, tienen ahora una especie de contacto directo, físico, con la riqueza. A finales del siglo XVIII el robo de los barcos, el pillaje de almacenes y las depredaciones en las oficinas se hacen muy comunes en Inglaterra, y justamente el gran problema del poder en esta época es instaurar mecanismos de control que permitan la protección de esta nueva forma material de la fortuna. Se comprende por qué el creador de la policía en Inglaterra, Colquhoun, era un individuo que había comenzado siendo comerciante y después encargado de organizar un sistema para vigilar las mercaderías almacenadas en los docks de Londres para una compañía de navegación. La policía de Londres nació de la necesidad de proteger los docks, los almacenes y los depósitos. Esta es la primera razón, mucho más fuerte en Inglaterra que en Francia, de la aparición de una necesidad absoluta de este control. En otras palabras, a esto se debe que este control que funcionaba con bases casi populares, fuese en determinado momento tomado desde arriba. La segunda razón es que la propiedad rural, tanto en Francia como en Inglaterra, cambiará igualmente de forma con la multiplicación de las pequeñas propiedades como producto de la división y delimitación de las grandes extensiones de tierras. Los espacios desiertos desaparecen a partir de esta época y paulatinamente dejan de existir también las tierras sin cultivar y las tierras comunes de las que todos pueden vivir; al dividirse y fragmentarse las propiedades, los terrenos se cierran y los propietarios de estos terrenos se ven expuestos a depredaciones. Sobre todo entre los franceses se dará una suerte de idea fija: el temor al pillaje campesino, a la acción de los vagabundos y los trabajadores agrícolas que, en la miseria, desocupados, viviendo como pueden, roban caballos, frutas, legumbres, etc. Uno de los grandes problemas de la Revolución Francesa fue el hacer que desapareciera este tipo de rapiñas campesinas. Las grandes revueltas políticas de la segunda parte de la Revolución Francesa en la Vendée y la Provenza fueron de algún modo el resultado del malestar de los pequeños campesinos y trabajadores agrícolas que no encontraban en este nuevo sistema de división de la propiedad, los medios de existencia que poseían en el régimen de grandes latifundios.

En consecuencia, puede decirse que la nueva distribución espacial y social de la riqueza industrial y agrícola hizo necesarios nuevos controles sociales a finales del siglo XVIII.

Los nuevos sistemas de control social establecidos por el poder, la clase industrial y propietaria, se tomaron de los controles de origen popular o semipopular y se organizaron en una versión autoritaria y estatal.

A mi modo de ver, éste es el origen de la sociedad disciplinaria. En la próxima conferencia intentaré explicar cómo ese movimiento, que apenas he esbozado, se institucionalizó en el siglo XVIII y se convirtió en una forma de relación política interna de la sociedad del siglo XIX.


Quinta Parte

En la conferencia anterior intenté definir el panoptismo que, en mi opinión, es uno de los rasgos característicos de nuestra sociedad: una forma que se ejerce sobre los individuos a la manera de vigilancia individual y continua, como control de castigo y recompensa y como corrección, es decir, como método de formación y transformación de los individuos en función de ciertas normas. Estos tres aspectos del panoptismo —vigilancia, control y corrección— constituyen una dimensión fundamental y característica de las relaciones de poder que existen en nuestra sociedad.

En una sociedad como la feudal no hay nada semejante al panoptismo, lo cual no quiere decir que durante el feudalismo o en las sociedades europeas del siglo XVII no haya habido instancias de control social, castigo y recompensa, sino que la manera en que se distribuían era completamente diferente de la forma en que se instalaron esas mismas instancias a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Hoy en día vivimos en una sociedad programada por Bentham, una sociedad panóptica, una estructura social en la que reina el panoptismo.

En esta conferencia trataré de poner de relieve cómo es que la aparición del panoptismo comporta una especie de paradoja. Hemos visto cómo en el mismo momento en que aparece o, más exactamente, en los años que preceden a su surgimiento, se forma una cierta teoría del derecho penal, de la penalidad y el castigo, cuya figura más importante es Beccaria, teoría fundada esencialmente en un legalismo escrito. Esta teoría del castigo subordina el hecho y la posibilidad de castigar, a la existencia de una ley explícita, a la comprobación manifiesta de que se ha cometido una infracción a esta ley y finalmente a un castigo que tendría por función reparar o prevenir, en la medida de lo posible, el daño causado a la sociedad por la infracción. Esta teoría legalista, teoría social en sentido estricto, casi colectiva, es lo absolutamente opuesto del panoptismo. En éste la vigilancia sobre los individuos no se ejerce al nivel de lo que se hace sino de lo que se es o de lo que se puede hacer. La vigilancia tiende cada vez más a individualizar al autor del acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Por consiguiente el panoptismo se opone a la teoría legalista que se había formado en los años precedentes.

En realidad lo que merece nuestra consideración es un hecho histórico importante: el que esta teoría legalista fuese duplicada en un primer momento y posteriormente encubierta y totalmente oscurecida por el panoptismo que se formó al margen de ella, colateralmente. Este panoptismo nacido por efectos de una fuerza de desplazamiento en el período comprendido entre el siglo XVII y el XIX, período en que se produce la apropiación por parte del poder central de los mecanismos populares de control que se dan en el siglo XVIII, inicia una era que habrá de ofuscar la práctica y la teoría del derecho penal.
           
Para apuntalar las tesis que estoy exponiendo me gustaría referirme a algunas autoridades. Las gentes de comienzos del siglo XIX —o al menos algunos de ellos— no ignoraban la aparición de esto que yo denominé, un poco arbitrariamente pero en todo caso como homenaje a Bentham, panoptismo. En efecto, muchos hombres de esta época reflexionan y se plantean el problema de lo que estaba sucediendo en su tiempo con la organización de la penalidad o la moral estatal. Hay un autor muy importante en su época, profesor en la Universidad de Berlín y colega de Hegel, que escribió y publicó en 1830 un gran tratado en varios volúmenes llamado Lección sobre las prisiones. Este autor, de nombre Giulius, cuya lectura recomiendo, dio durante varios años un curso en Berlín sobre las prisiones y es un personaje extraordinario que, en ciertos momentos, adquiere un hálito casi hegeliano.

En las Lecciones sobre las prisiones hay un pasaje que dice: «Los arquitectos modernos están descubriendo una forma que antiguamente se desconocía. En otros tiempos —dice refiriéndose a la civilización griega— la mayor preocupación de los arquitectos era resolver el problema de cómo hacer posible el espectáculo de un acontecimiento, un gesto o un individuo al mayor número posible de personas. Es el caso —dice Giulius— del sacrificio religioso, acontecimiento único del que ha de hacerse partícipes al mayor número posible de personas; es también el caso del teatro que por otra parte deriva del sacrificio, de los juegos circenses, los oradores y los discursos. Ahora bien, este problema que se presenta en la sociedad griega en tanto comunidad que participaba de los acontecimientos que hacían a su unidad —sacrificios religiosos, teatro o discursos políticos— ha continuado dominando la civilización occidental hasta la época moderna. El problema de las iglesias es exactamente el mismo: todos los participantes deben presenciar el sacrificio de la misa y servir de audiencia a la palabra del sacerdote. Actualmente, continúa Giulius, el problema fundamental para la arquitectura moderna es exactamente el inverso. Se trata de hacer que el mayor número de personas pueda ser ofrecido como espectáculo a un solo individuo encargado de vigilarlas.»

Al escribir esto Giulius estaba pensando en el Panóptico, de Bentham. y, en términos generales, en la arquitectura de las prisiones, los hospitales, las escuelas, etc. Se refería al problema de cómo lograr no una arquitectura del espectáculo como la griega, sino una arquitectura de la vigilancia, que haga posible que una única mirada pueda recorrer el mayor número de rostros, cuerpos, actitudes, la mayor cantidad posible de celdas. «Ahora bien, dice Giulius, el surgimiento de este problema arquitectónico es un correlato de la desaparición de una sociedad que vivía en comunidad espiritual y religiosa y la aparición de una sociedad estatal. El Estado se presenta como una cierta disposición espacial y social de los individuos, en la que todos están sometidos a una única vigilancia.» Al concluir su explicación sobre estos dos tipos de arquitectura Giulius afirma que no se trata de un simple problema arquitectónico sino que esta diferencia es fundamental en la historia del espíritu humano.

Giulius no fue el único que percibió en su tiempo este fenómeno de inversión del espectáculo en vigilancia o de nacimiento de una sociedad panóptica. Encontramos análisis parecidos en muchos autores; citaré sólo uno de estos textos, debido a Treilhard, consejero de estado, jurista del Imperio. Me refiero a la presentación del Código de Instrucción Criminal de 1808. En este texto Treilhard afirma:

«El Código de Instrucción Criminal que por este acto presento es una auténtica novedad no sólo en la historia de la justicia y la práctica judicial, sino también en la historia de las sociedades humanas. En este código damos al procurador, que representa al poder estatal o social frente a los acusados un papel completamente nuevo».

Treilhard utiliza una metáfora: el procurador no debe tener como única función la de perseguir a los individuos que cometen infracciones: su tarea principal y primera ha de ser la de vigilar a los individuos antes de que la infracción sea cometida. El procurador no es sólo un agente de la ley que actúa cuando ésta es violada, es ante todo una mirada, un ojo siempre abierto sobre la población. El ojo del procurador debe transmitir las informaciones al ojo del Procurador General, quien a su vez las transmite al gran ojo de la vigilancia que en esa época era el Ministro de la Policía. Por último el Ministro de la Policía transmite las informaciones al ojo de aquél que está en la cúspide de la sociedad, el emperador, que en esa época estaba simbolizado por un ojo. El emperador es el ojo universal que abarca la sociedad en toda su extensión. Ojo que se vale de una serie de miradas dispuestas en forma piramidal a partir del ojo imperial y que vigilan n toda la sociedad. Para Treilhard y los legistas del Imperio que fundaron el Derecho Penal francés —un derecho que desgraciadamente ha tenido mucha influencia en todo el mundo— esta gran pirámide de miradas constituía una nueva forma de justicia.

No analizaré aquí las instituciones en que se actualizan estas características del panoptismo propio de la sociedad moderna, industrial, capitalista. Quisiera simplemente captar este panoptismo, esta vigilancia en la base, allí donde aparece menos claramente, donde más alejado está del centro de la decisión, del poder del Estado. Quisiera mostrar cómo es que existe este panoptismo al nivel más simple y en el funcionamiento cotidiano de instituciones que encuadran la vida y los cuerpos de los individuos: el panoptismo, por lo tanto, al nivel de la existencia individual.

¿En qué consistía, y sobre todo, para qué servía el panoptismo? Propongo una adivinanza: expondré el reglamento de una institución que realmente existió en los años 1840-1845 en Francia, es decir, en los inicios del período que estoy analizando; no diré si es una fábrica, una prisión, un hospital psiquiátrico, un convento, una escuela, un cuartel; se trata de adivinar a qué institución me estoy refiriendo. Era una institución en la que había cuatrocientas personas solteras que debían levantarse todas las mañanas a las cinco. A las cinco y cincuenta habían de terminar su aseo personal, haber hecho la cama y tomado el desayuno; a las seis comenzaba el trabajo obligatorio que terminaba a las ocho y cuarto de la noche, con un intervalo de una hora para comer; a las ocho y quince se rezaba una oración colectiva y se cenaba, la vuelta a los dormitorios se producía a las nueve en punto de la noche. El domingo era un día especial; el artículo cinco del reglamento de esta institución decía: «Hemos de cuidar del espíritu propio del domingo, esto es, dedicarlo al cumplimiento del deber religioso y al reposo. No obstante, como el tedio no tardaría en convertir el domingo en un día más agobiante que los demás días de la semana, se deberán realizar diferentes ejercicios de modo de pasar esta jornada cristiana y alegremente». Por la mañana ejercicios religiosos, en seguida ejercicios de lectura y de escritura y, finalmente, las últimas horas de la mañana dedicadas a la recreación. Por la tarde, catecismo las vísperas, y paseo después de las cuatro siempre que no hiciese frío, de lo contrario, lectura en común. Los ejercicios religiosos y la misa no se celebraban en la iglesia próxima para impedir que los pensionados de este establecimiento tuviesen contacto con el mundo exterior; así, para que ni siquiera la iglesia fuese el lugar o el pretexto de un contacto con el mundo exterior, los servicios religiosos tenían lugar en una capilla construida en el interior del establecimiento. No se admitía ni siquiera a los fieles de afuera; los pensionados sólo podían salir del establecimiento durante los paseos dominicales, pero siempre bajo la vigilancia del personal religioso que, además de los paseos, controlaba los dormitorios y las oficinas, garantizando así no sólo el control laboral y moral sino también el económico. Los pensionados no recibían sueldo sino un premio —una suma global estipulada entre los 40 y 80 francos anuales— que sólo se entregaba en el momento en que salían. Si era necesario que entrara una persona del otro sexo al establecimiento por cualquier motivo, debía ser escogida con el mayor cuidado y permanecía dentro muy poco tiempo. Los pensionados debían guardar silencio so pena de expulsión. En general, los dos principios organizativos básicos según el reglamento eran: los pensionados no debían estar nunca solos, ya se encontraran en el dormitorio, la oficina, el refectorio o el patio, y debía evitarse cualquier contacto con el mundo exterior: dentro del establecimiento debía reinar un único espíritu.

¿Qué institución era ésta? En el fondo, la pregunta no tiene importancia, pues bien podría ser una institución para hombres o mujeres, jóvenes o adultos, una prisión, un internado, una escuela o un reformatorio, indistintamente. Como es obvio, no es un hospital, pues hemos visto que se habla mucho del trabajo y, por lo mismo, tampoco es un cuartel. Podría ser un hospital psiquiátrico, o incluso una casa de tolerancia. En verdad, era simplemente una fábrica de mujeres que existía en la región del Ródano y que reunía cuatrocientas obreras.

Habrá quien diga que éste es un ejemplo caricaturesco, risible, una especie de utopía. Fábricas-prisiones, fábricas-conventos, fábricas sin salario en las que se compra todo el tiempo del obrero, una vez para siempre, por un premio anual que sólo se recibe a la salida. Parece el sueño patronal o la realización del deseo que el capitalista produce al nivel de su fantasía; un caso límite que jamás existió realmente. A este comentario yo respondería, diciendo que este sueño patronal, este «panóptico» industrial, existió en la realidad y en gran escala a comienzos del siglo XIX. En una región situada en el sudeste de Francia había cuarenta mil obreras textiles que trabajaban bajo este régimen, un número que en aquel momento era sin duda considerable. El mismo tipo de instituciones existió también en otras regiones y países como Suiza, en particular, e Inglaterra. En alguna medida esta situación inspiró las reformas de Owen. En los Estados Unidos había un complejo entero de fábricas textiles organizadas según el modelo de las fábricas-prisiones, fábricas-pensionados, fábricas-conventos.

Tratase pues de un fenómeno que tuvo en su época una amplitud económica y demográfica muy grande, por lo que bien podemos decir que más que fantasía fue el sueño realizado de los patrones. En realidad, hay dos especies de utopías: las utopías proletarias socialistas que gozan de la propiedad de no realizarse nunca, y las utopías capitalistas que, desgraciadamente, tienden a realizarse con mucha frecuencia. La utopía a la que me refiero, la fábrica-prisión, se realizó efectivamente y no sólo en la industria sino en una serie de instituciones que surgen en esta misma época y que, en el fondo, respondían a los mismos modelos y principios de funcionamiento; instituciones de tipo pedagógico tales como las escuelas, los orfanatos, los centros de formación; instituciones correccionales como la prisión o el reformatorio; instituciones que son a un tiempo correccionales y terapéuticas como el hospital, el hospital psiquiátrico, todo eso que los norteamericanos llaman asylums y que un historiador de los Estados Unidos ha estudiado en un libro reciente. En este libro se intentó analizar cómo fue que aparecieron este tipo de edificios e instituciones en los Estados Unidos y se esparcieron por toda la sociedad occidental. El estudio ha comenzado en los Estados Unidos pero valdría la pena contemplar la misma situación en otros países, procurando dar la medida de su importancia, medir su amplitud política y económica.

Vayamos un poco más lejos. No solamente existieron estas instituciones industriales y al lado de éstas otras, sino que además estas instituciones industriales fueron en cierto sentido perfeccionadas, dedicándose múltiples y denodados esfuerzos para su construcción y organización.

Sin embargo, muy pronto se vio que no eran viables ni gobernables. Se descubrió que desde el punto de vista económico representaban una carga muy pesada y que la estructura rígida de estas fábricas-prisiones conducía inexorablemente a la ruina de las empresas. Por último, desaparecieron. En efecto, al desencadenarse la crisis de la producción que obligó a desprenderse de una determinada cantidad de obreros, reacondicionar los sistemas productivos y adaptar el trabajo al ritmo cada vez más acelerado de la producción, estas enormes casas, con un número fijo de obreros y una infraestructura montada de modo definitivo se tornaron absolutamente inútiles. Se optó por hacerlas desaparecer, conservándose de algún modo algunas de las funciones que desempeñaban. Se organizaron técnicas laterales o marginales para asegurar, en el mundo industrial, las funciones de internación, reclusión y fijación de la clase obrera que, en un comienzo, desempeñaban estas instituciones rígidas, quiméricas, un tanto utópicas. Se tomaron algunas medidas, tales como la creación de ciudades obreras, cajas de ahorro y cooperativas de asistencia además de toda una serie de medios diversos por los que se intentó fijar a la población obrera, al proletariado en formación, en el cuerpo mismo del aparato de producción.

La siguiente es una pregunta que necesita respuesta: ¿cuál era el objetivo de esta institución de la reclusión en sus dos formas: la forma compacta, fuerte, que aparece a comienzos del siglo XIX e incluso después en instituciones tales como las escuelas, los hospitales psiquiátricos, los reformatorios, las prisiones, etc.; y la forma blanda, difusa, como la que se encuentra en instituciones tales como la ciudad obrera, la caja de ahorros o la cooperativa de asistencia?

A primera vista, podría decirse que esta reclusión moderna que aparece en el siglo XIX en las instituciones que he mencionado, es una herencia directa de dos corrientes o tendencias que encontramos en el siglo XVIII: la técnica francesa de internación y el procedimiento de control de tipo inglés. En la conferencia anterior intenté explicar cómo se originó en Inglaterra la vigilancia social en el control ejercido por los grupos religiosos sobre sí mismos, sobre todo entre los grupos religiosos disidentes, y cómo en Francia la vigilancia y el control eran ejercidos por un aparato de Estado, fuertemente investido de intereses particulares, que esgrimía como sanción principal la internación en prisiones y otras instituciones de reclusión. Puede decirse, en consecuencia, que la reclusión del siglo XIX es una combinación del control moral y social nacido en Inglaterra y la institución propiamente francesa y estatal de la reclusión en un local, un edificio, una institución, en un espacio cerrado.

Sin embargo, el fenómeno que aparece en el siglo XIX significa una novedad en relación con sus orígenes. En el sistema inglés del siglo XVIII el control se ejerce por el grupo sobre un individuo o individuos que pertenecen a este grupo. Esta era, al menos, la situación inicial, a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Los cuáqueros y los metodistas ejercían su control siempre sobre quienes pertenecían a sus propios grupos o se encontraban en el espacio social o económico del grupo. Sólo más tarde se produce este desplazamiento de las instancias hacia arriba, hacia el Estado. El hecho de que un individuo perteneciera a un grupo lo hacía pasible de vigilancia por su propio grupo. En las instituciones que se forman en el siglo XIX la condición de miembro de un grupo no hace a su titular pasible de vigilancia; por el contrario, el hecho de ser un individuo indica justamente que la persona en cuestión está situada en una institución, la cual, a su vez, había de constituir el grupo, la colectividad que será vigiada. Se entra en la escuela, en el hospital o en la prisión en tanto se es un individuo. Estas, a su vez, no son formas de vigilancia del grupo al que se pertenece, son la estructura de vigilancia que al convocar a los individuos, al integrarlos, los constituirá secundariamente como grupo. Vemos así cómo se establece una diferencia sustancial entre dos momentos en la relación entre la vigilancia y el grupo.

Asimismo, en relación con el modelo francés, la internación del siglo XIX es bastante distinta de la que se presentaba en Francia en el siglo XVIII. En esta época, cuando se internaba a alguien se trataba siempre de un individuo marginado en relación con su familia, su grupo social, la comunidad a la que pertenecía; era alguien fuera de la regla, marginado por su conducta, su desorden, su vida irregular. La internación respondía a esta marginación de hecho con una especie de marginación de segundo grado, de castigo. Era como si se le dijera a un individuo: «Puesto que te has separado de tu grupo, vamos a separarte provisoria o definitivamente de la sociedad». En consecuencia puede decirse que en la Francia de esta época había una reclusión de exclusión.

En nuestra época todas estas instituciones —fábrica, escuela, hospital psiquiátrico, hospital, prisión— no tienen por finalidad excluir sino por el contrario fijar a los individuos. La fábrica no excluye a los individuos, los liga a un aparato de producción. La escuela no excluye a los individuos, aun cuando los encierra, los fija a un aparato de transmisión del saber. El hospital psiquiátrico no excluye a los individuos, los vincula a un aparato de corrección y normalización. Y lo mismo ocurre con el reformatorio y la prisión. Si bien los efectos de estas instituciones son la exclusión del individuo, su finalidad primera es fijarlos a un aparato de normalización de los hombres. La fábrica, la escuela, la prisión o los hospitales tienen por objetivo ligar al individuo al proceso de producción, formación o corrección de los productores que habrá de garantizar la producción y a sus ejecutores en función de una determinada norma.

En consecuencia es lícito oponer la reclusión del siglo XVIII que excluye a los individuos del círculo social a la que aparece en el siglo XIX, que tiene por función ligar a los individuos a los aparatos de producción a partir de la formación y corrección de los productores: trátase entonces de una inclusión por exclusión. He aquí por qué opondré la reclusión al secuestro; la reclusión del siglo XVIII, dirigida esencialmente a excluir a los marginales o reforzar la marginalidad, y el secuestro del siglo XIX cuya finalidad es la inclusión y la normalización.

Por último, existe un tercer conjunto de diferencias en relación con el siglo XVIII que da una configuración original a la reclusión del XIX. En la Inglaterra del siglo XVIII se daba un proceso de control que era, en principio, claramente extraestatal e incluso antiestatal, una especie de reacción defensiva de los grupos religiosos frente a la dominación del Estado, por medio de la cual, estos grupos se aseguraban su propio control. Por el contrario, en Francia había un aparato fuertemente estatizado, al menos por su forma e instrumentos (recuérdese la institución de la lettre-de-cachet) fórmula absolutamente extraestatal en Inglaterra y fórmula absolutamente estatal en Francia. En el siglo XIX aparece algo nuevo, mucho más blando y rico, una serie de instituciones que no se puede decir con exactitud si son estatales o extra-estatales, si forman parte o no del aparato del Estado. En realidad, en algunos casos y según los países y las circunstancias, algunas de estas instituciones son controladas por el aparato del Estado. Por ejemplo en Francia el control estatal de las instituciones pedagógicas fundamentales fue motivo de un conflicto que dio lugar a un complicado juego político. Sin embargo, en el nivel en que yo me coloco esta cuestión no es digna de consideración: no me parece que esta diferencia sea muy importante. Lo verdaderamente nuevo e interesante es, en realidad, el hecho de que el Estado y aquello que no es estatal se confunde, se entrecruza dentro de estas instituciones. Más que instituciones estatales o no estatales habría que hablar de red institucional de secuestro, que es infraestatal; la diferencia entre lo que es y no es aparato del Estado no me parece importante para el análisis de las funciones de este aparato general de secuestro, la red de secuestro dentro de la cual está encerrada nuestra existencia.

¿Para qué sirven esta red y estas instituciones? Podemos caracterizar la función de las instituciones de la siguiente manera: en primer lugar, las instituciones —pedagógicas, médicas, penales e industriales tienen la curiosa propiedad de contemplar el control, la responsabilidad, sobre la totalidad o la casi totalidad del tiempo de los individuos: son, por lo tanto, unas instituciones que se encargan en cierta manera de toda la dimensión temporal de la vida de los individuos.

Con respecto a esto creo que es lícito oponer la sociedad moderna a la sociedad feudal. En la sociedad feudal y en muchas de esas sociedades que los etnólogos llaman primitivas, el control de los individuos se realiza fundamentalmente a partir de la inserción local, por el hecho de que pertenecen a un determinado lugar. El poder feudal se ejerce sobre los hombres en la medida en que pertenecen a cierta tierra: la inscripción geográfica es un medio de ejercicio del poder. En efecto, la inscripción de los hombres equivale a una localización. Por el contrario, la sociedad moderna que se forma a comienzos del siglo XIX es, en el fondo, indiferente o relativamente indiferente a la pertenencia espacial de los individuos, no se interesa en absoluto por el control espacial de éstos en el sentido de asignarles la pertenencia de una tierra, a un lugar, sino simplemente en tanto tiene necesidad de que los hombres coloquen su tiempo a disposición de ella. Es preciso que el tiempo de los hombres se ajuste al aparato de producción, que éste pueda utilizar el tiempo de vida, el tiempo de existencia de los hombres. Este es el sentido y la función del control que se ejerce. Dos son las cosas necesarias para la formación de la sociedad industrial: por una parte es preciso que el tiempo de los hombres sea llevado al mercado y ofrecido a los compradores quienes, a su vez, lo cambiarán por un salario; y por otra parte es preciso que se transforme en tiempo de trabajo. A ello se debe que encontremos el problema de las técnicas de explotación máxima del tiempo en toda una serie de instituciones.

Recuérdese el ejemplo que he referido, en él se encuentra este fenómeno en su forma más compacta, en estado puro. Una institución compra de una vez para siempre y por el precio de un premio el tiempo exhaustivo de la vida de los trabajadores, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El mismo fenómeno se encuentra en otras instituciones: en las instituciones pedagógicas cerradas que se abrirán poco a poco con el transcurso del siglo, en !os reformatorios, los orfanatos y las prisiones. Tenemos además algunas formas difusas surgidas, en particular, a partir del momento en que se vio que no era posible administrar aquellas fábricas-prisiones y hubo de volverse a un tipo de trabajo convencional en que las personas llegan por la mañana, trabajan, y dejan el trabajo al caer la noche. Vemos entonces cómo se multiplican las instituciones en que el tiempo de las personas está controlado, aunque no se lo explote efectivamente en su totalidad, para convertirse en tiempo de trabajo.

A lo largo del siglo XIX se dictan una serie de medidas con vistas a suprimir las fiestas y disminuir el tiempo de descanso; una técnica muy sutil se elabora durante este siglo para controlar la economía de los obreros. Por una parte, para que la economía tuviese la necesaria flexibilidad era preciso que en épocas críticas se pudiese despedir a los individuos; pero por otra parte, para que los obreros pudiesen recomenzar el trabajo al cabo de este necesario período de desempleo y no muriesen de hambre por falta de ingresos, era preciso asegurarles unas reservas. A esto se debe el aumento de salarios que se esboza claramente en Inglaterra en los años 40 y en Francia en la década siguiente. Pero, una vez asegurado que los obreros tendrán dinero hay que cuidar de que no utilicen sus ahorros antes del momento en que queden desocupados. Los obreros no deben utilizar sus economías cuando les parezca, por ejemplo, para hacer una huelga o celebrar fiestas. Surge entonces la necesidad de controlar las economías del obrero y de ahí la creación, en la década de 1820 y sobre todo, a partir de los años 40 y 50 de las cajas de ahorro y las cooperativas de asistencia, etc., que permiten drenar las economías de los obreros y controlar la manera en que son utilizadas. De este modo el tiempo del obrero, no sólo el tiempo de su día laboral, sino el de su vida entera, podrá efectivamente ser utilizado de la mejor manera posible por el aparato de producción. Y es así que a través de estas instituciones aparentemente encaminadas a brindar protección y seguridad se establece un mecanismo por el que todo el tiempo de la existencia humana es puesto a disposición de un mercado de trabajo y de las exigencias del trabajo. La primera función de estas instituciones de secuestro es la explotación de la totalidad del tiempo. Podría mostrarse, igualmente, cómo el mecanismo del consumo y la publicidad ejercen este control general del tiempo en los países desarrollados.

La segunda función de las instituciones de secuestro no consiste ya en controlar el tiempo de los individuos sino, simplemente, sus cuerpos. Hay algo muy curioso en estas instituciones y es que, si aparentemente son todas especializadas —las fábricas están hechas para producir; los hospitales, psiquiátricos o no, para curar; las escuelas para enseñar; las prisiones para castigar— su funcionamiento supone una disciplina general de la existencia que supera ampliamente las finalidades para las que fueron creadas. Resulta muy curioso observar, por ejemplo, cómo la inmoralidad (la inmoralidad sexual) fue un problema considerable para los patrones de las fábricas en los comienzos del siglo XIX. Y esto no sólo en función de los problemas de natalidad, que entonces se controlaba muy mal, al menos a nivel de la incidencia demográfica: es que la patronal no soportaba el libertinaje obrero, la sexualidad obrera. Resulta sintomático que en los hospitales, psiquiátricos o no, que han sido concebidos para curar,' el comportamiento sexual, la actividad sexual esté prohibida. Pueden invocarse razones de higiene, no obstante, estas razones son marginales en relación con una especie de decisión general, fundamental, universal de que un hospital, psiquiátrico o no, debe encargarse no sólo de la función particular que ejerce sobre los individuos sino también de la totalidad de su existencia. ¿Por qué razón no sólo se enseña a leer en las escuelas sino que además se obliga a las personas a lavarse? Hay aquí una suerte de polimorfismo, polivalencia, indiscreción, no discreción, de sincretismo de esta función de control de la existencia.

Pero si analizamos de cerca las razones por las que toda la existencia de los individuos está controlada por estas instituciones veríamos que, en el fondo, se trata no sólo de una apropiación o una explotación de la máxima cantidad de tiempo, sino también de controlar, formar, valorizar, según un determinado sistema, el cuerpo del individuo. Si hiciéramos una historia de control social del cuerpo podríamos mostrar que incluso hasta el siglo XVIII el cuerpo de los individuos es fundamentalmente la superficie de inscripción de suplicios y penas; el cuerpo había sido hecho para ser atormentado y castigado. Ya en las instancias de control que surgen en el siglo XIX el cuerpo adquiere una significación totalmente diferente y deja de ser aquello que debe ser atormentado para convertirse en algo que ha de ser formado, reformado, corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir ciertas cualidades, calificarse como cuerpo capaz de trabajar. Vemos aparecer así, claramente, la segunda función. La primera función del secuestro era explotar el tiempo de tal modo que el tiempo de los hombres, el vital, se transformase en tiempo de trabajo. La segunda función consiste en hacer que el cuerpo de los hombres se convierta en fuerza de trabajo. La función de transformación del cuerpo en fuerza de trabajo responde a la función de transformación del tiempo en tiempo de trabajo.

La tercera función de estas instituciones de secuestros consiste en la creación de un nuevo y curioso tipo de poder. ¿Cuál es la forma de poder que se ejerce en estas instituciones? Un poder polimorfo, polivalente. En algunos casos hay por un lado un poder económico: en una fábrica el poder económico ofrece un salario a cambio de un tiempo de trabajo en un aparato de producción que pertenece al propietario. Además de éste existe un poder económico de otro tipo: el carácter pago del tratamiento en ciertas instituciones hospitalarias. Pero, por otro lado, en todas estas instituciones hay un poder que no es sólo económico sino también político. Las personas que dirigen esas instituciones se arrogan el derecho de dar órdenes, establecer reglamentos, tomar medidas, expulsar a algunos individuos y aceptar a otros, etc. En tercer lugar, este mismo poder, político y económico, es también judicial. En estas instituciones no sólo se dan órdenes, se toman decisiones y se garantizan funciones tales como la producción o el aprendizaje, también se tiene el derecho de castigar y recompensar, o de hacer comparecer ante instancias de enjuiciamiento. El micro-poder que funciona en el interior de estas instituciones es al mismo tiempo un poder judicial.

Resulta sorprendente comprobar lo que ocurre en las prisiones, a donde se envía a los individuos que han sido juzgados por un tribunal pero que, no obstante ello, caen bajo la observación de un microtribunal permanente, constituido por los guardianes y el director de la prisión que, día y noche, los castigan según su comportamiento. El sistema escolar se basa también en una especie de poder judicial: todo el tiempo se castiga y se recompensa, se evalúa, se clasifica, se dice quién es el mejor y quién el peor. Poder judicial que, en consecuencia, duplica el modelo del poder judicial. ¿Por qué razón, para enseñar algo a alguien, ha de castigarse o recompensarse? El sistema parece evidente pero si reflexionamos veremos que la evidencia se disuelve; leyendo a Nietzsche vemos que puede concebirse un sistema de transmisión del saber que no se coloque en el seno de un aparato sistemático de poder judicial, político o económico.

Por último, hay una cuarta característica del poder. Poder que de algún modo atraviesa y anima a estos otros poderes. Trátase de un poder epistemológico, poder de extraer un saber de y sobre estos individuos ya sometidos a la observación y controlados por estos diferentes poderes. Esto se da de dos maneras. Por ejemplo, en una institución como la fábrica el trabajo del obrero y el saber que éste desarrolla acerca de su propio trabajo, los adelantos técnicos, las pequeñas invenciones y descubrimientos, las micro-adaptaciones que puede hacer en el curso de su trabajo, son inmediatamente anotadas y registradas y, por consiguiente, extraídas de su práctica por el poder que se ejerce sobre él a través de la vigilancia. Así, poco a poco. el trabajo del obrero es asumido por cierto saber de la productividad, saber técnico de la producción que permitirá un refuerzo del control. Comprobamos de esta manera cómo se forma un saber extraído de los individuos mismos a partir de su propio comportamiento.

Además de éste hay un segundo saber que se forma de la observación y clasificación de los individuos, del registro, análisis y comparación de sus comportamientos. Al lado de este saber tecnológico propio de todas las instituciones de secuestro, nace un saber de observación, de algún modo clínico, el de la psiquiatría, la psicología, la psico-sociología, la criminología, etc.

Los individuos sobre los que se ejerce el poder pueden ser el lugar de donde se extrae el saber que ellos mismos forman y que será retranscrito y acumulado según nuevas normas; o bien pueden ser objetos de un saber que permitirá a su vez nuevas formas de control.

Por ejemplo, hay un saber psiquiátrico que nació y se desarrolló hasta Freud, quien produjo la primera ruptura. El saber psiquiátrico se formó a partir de un campo de observación ejercida práctica y exclusivamente por los médicos que detentaban el poder en un campo institucional cerrado: el asilo u hospital psiquiátrico. La pedagogía se constituyó igualmente a partir de las adaptaciones mismas del niño a las tareas escolares, adaptaciones que, observadas y extraídas de su comportamiento, se convirtieron en seguida en leyes de funcionamiento de las instituciones y forma de poder ejercido sobre él.

En esta tercera función de las instituciones de secuestro a través de los juegos de poder y saber —poder múltiple y saber que interfiere y se ejerce simultáneamente en estas instituciones— tenemos la transformación de la fuerza del tiempo y la fuerza de trabajo y su integración en la producción. Que el tiempo de la vida se convierta en tiempo de trabajo, que éste a su vez se transforme en fuerza de trabajo y que la fuerza de trabajo pase a ser fuerza productiva; todo esto es posible por el juego de una serie de instituciones que, esquemática y globalmente, se definen como instituciones de secuestro. Creo que cuando examinamos de cerca a estas instituciones de secuestro nos encontramos siempre con un tipo de envoltura general, un gran mecanismo de transformación, cualquiera sea el punto de inserción o de aplicación particular de estas instituciones: cómo hacer del tiempo y el cuerpo de los hombres, de su vida, fuerza productiva. El secuestro asegura este conjunto de mecanismos.

Para terminar, desarrollaré precipitadamente algunas conclusiones. En primer lugar creo que este análisis permite explicar la aparición de la prisión, una institución que, como hemos visto, resulta ser bastante enigmática. ¿Cómo es posible que partiendo de una teoría del Derecho Penal como la de Beccaria pueda llegarse a algo tan paradójico como la prisión? ¿Cómo pudo imponerse una institución tan paradójica y llena de inconvenientes a un derecho penal que, en apariencia, era rigurosamente racional? ¿Cómo pudo imponerse un proyecto de prisión correctiva a la racionalidad legalista de Beccaria? En mi opinión, la prisión se impuso simplemente porque era la forma concentrada, ejemplar, simbólica, de todas estas instituciones de secuestro creadas en el siglo XIX. De hecho, la prisión es isomorfa a todas estas instituciones. En el gran panoptismo social cuya función es precisamente la transformación de la vida de los hombres en fuerza productiva, la prisión cumple un papel mucho más simbólico y ejemplar que económico, penal o correctivo. La prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza. La prisión emite dos discursos: «He aquí lo que la sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen diariamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una expresión de un consenso social». En la teoría de la penalidad o la criminología se encuentra precisamente esto, la idea de que la prisión no es una ruptura con lo que sucede todos los días. Pero al mismo tiempo la prisión emite otro discurso: «La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás, destinada sólo a quienes cometieron una falta contra la ley».

Así, la prisión se absuelve de ser tal porque se asemeja al resto y al mismo tiempo absuelve a las demás instituciones de ser prisiones porque se presenta como válida únicamente para quienes cometieron una falta. Esta ambigüedad en la posición de la prisión me parece que explica su increíble éxito, su carácter casi evidente, la facilidad con que se la aceptó a pesar de que, desde su aparición en la época en que se desarrollaron los grandes penales de 1817 a 1830, todo el mundo sabía cuáles eran sus inconvenientes y su carácter funesto y dañino. Esta es la razón por la que la prisión puede incluirse y se incluye de hecho en la pirámide de los panoptismos sociales.

La segunda conclusión es más polémica. Alguien dijo: la esencia completa del hombre es el trabajo. En verdad esta tesis ha sido enunciada por muchos: la encontramos en Hegel, en los post-hegelianos, y también en Marx, en todo caso en el Marx de cierto período, diría Althusser; como yo no me intereso por los autores sino por el funcionamiento de los enunciados poco importa quién lo dijo o cuándo. Lo que yo quisiera que quedara en claro es que el trabajo no es en absoluto la esencia concreta del hombre o la existencia del hombre en su forma concreta. Para que los hombres sean efectivamente colocados en el trabajo y ligados a él es necesaria una operación o una serie de operaciones complejas por las que los hombres se encuentran realmente, no de una manera analítica sino sintética, vinculados al aparato de producción para el que trabajan. Para que la esencia del hombre pueda representarse como trabajo se necesita la operación o la síntesis operada por un poder político.

Por lo tanto, creo que no puede admitirse pura y simplemente el análisis tradicional del marxismo que supone que, siendo el trabajo la esencia concreta del hombre, el sistema capitalista es el que transforma este trabajo en ganancia, plus-ganancia o plus-valor. En efecto, el sistema capitalista penetra mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el siglo XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políticas, técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por las que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en plus-ganancia. Pero para que haya plus-ganancia es preciso que haya sub-poder, es preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una trama de poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al aparato de producción, haciendo de ellos agentes productivos, trabajadores. La ligazón del hombre con el trabajo es sintética, política; es una ligazón operada por el poder. No hay plus-ganancia sin sub-poder. Cuando hablo de sub-poder me refiero a ese poder que se ha descrito y no me refiero al que tradicionalmente se conoce como poder político: no se trata de un aparato de Estado ni de la clase en el poder, sino del conjunto de pequeños poderes e instituciones situadas en un nivel más bajo. Hasta ahora he intentado hacer el análisis del sub-poder como condición de posibilidad de la plus-ganancia.

La última conclusión es que este sub-poder, condición de la plus-ganancia provocó al establecerse y entrar en funcionamiento el nacimiento de una serie de saberes —saber del individuo, de la normalización, saber correctivo— que se multiplicaron en estas instituciones del sub-poder haciendo que surgieran las llamadas ciencias humanas y el hombre como objeto de la ciencia.

Puede verse así, cómo es que la descripción de la plus-ganancia implica necesariamente el cuestionamiento y el ataque al sub-poder y cómo se vincula éste forzosamente al cuestionamiento de las ciencias humanas y del hombre como objeto privilegiado v fundamental de un tipo de saber. Puede verse también —si mi análisis es correcto— que no podemos colocar a las ciencias del hombre al nivel de una ideología que es mero reflejo y expresión en la conciencia de las relaciones de producción. Si es verdad lo que digo, ni estos saberes ni estas formas de poder están por encima de las relaciones de producción. no las expresan y tampoco permiten reconducirlas. Estos saberes y estos poderes están firmemente arraigados no sólo en la existencia de los hombres sino también en las relaciones de producción. Esto es así porque para que existan las relaciones de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es preciso que existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas relaciones de poder y estas formas de funcionamiento de saber. Poder y saber están sólidamente enraizados, no se superponen a las relaciones de producción pero están mucho más arraigados en aquello que las constituye. Llegamos así a la conclusión de que la llamada ideología debe ser revisada. La indagación y el examen son precisamente formas de saber-poder que funcionan al nivel de la apropiación de bienes en la sociedad feudal y al nivel de la producción y la constitución de la plus ganancia capitalista. Este es el nivel fundamental en que se sitúan las formas de saber-poder tales como la indagación y el examen.

Sociología de la vida cotidiana

“No es natural”


Algunas formas de vida distintas de las vigentes tienen gracia, indudablemente. Para mejor y para peor, las cosas podrían ser de otra manera, y la vida cotidiana de cada uno y de cada una, así como la de los “cadaunitos” sería bastante diferente. La persona lectora no obtendrá de este libro recetas para cambiar la vida ni -sin que vayamos a hilar demasiado fino sobre la cuestión- grandes incitaciones a cambiarla, pero sí algunas consideraciones sobre el hecho de que las cosas no son necesariamente, naturalmente, como son ahora y aquí. Saberlo le resultará útil para contestar a algunos entusiastas del orden y del desorden establecidos, que a menudo dicen que “es bueno y natural esto y aquello”, y poder decirles educadamente “veamos si es bueno o no, porque natural no es”.
Consideremos un día en la vida del señor Timoneda. Don Josep Timoneda i Martínez se ha levantado temprano, ha tomado su utilitario para ir a trabajar a la fábrica, oficina o tienda, ha vuelto a casa a comer un arroz cocinado por su señora, y más tarde ha vuelto de nuevo a casa, después de un pequeño altercado con otro conductor a consecuencia de haberse distraído pensando en si le ascienden o no de sueldo y categoría. Ya en casa, ha preguntado a los críos, bostezando, por la escuela, ha visto un telefilme sobre la delincuencia juvenil en California, se ha ido a dormir y, con ciertas expectativas de actividad sexual, ha esperado a que su mujer terminara de tender la ropa. Finalmente, se ha dormido pensando que el domingo irá con toda la familia al apartamento. Lo último que recuerda es a su mujer diciéndole que habrá que hablar seriamente con el hijo
mayor porque ha hecho no se sabe qué cosa.
Este es el inventario banal de un día normal de un personaje normal. La vida, dicen. Pero ¡atención! Si este es un día normal, es porque estamos en una sociedad capitalista con predominio masculino, urbana, en una etapa que llaman sociedad de consumo y, dependiente culturalmente de unos medios de comunicación de masas subordinados al imperialismo. El personaje normal si la sociedad fuera otra, no tendría que ser necesariamente un varón, cabeza de familia, asalariado, con una mujer que cocina y cuida de la ropa, y con un televisor que pasa telefilmes norteamericanos.
Hablando de José Timoneda Martínez, consideremos ahora cómo incluso su nombre está condicionado por una red de relaciones sociales. Oficialmente no se llama Josep Timoneda i Martínez sino José Timoneda y Martínez, vuelve la cabeza cuando lo llaman Pepe, se cabrea en silencio cuando es el jefe de personal quien le llama Timoneda sin el señor delante, y enérgica y explícitamente cuando es un subordinado suyo quien lo hace; insiste, o no, en hacerse llamar Pepe por una mujer según el aspecto que ella tenga, y se siente bastante orgulloso de ser cabeza de familia, porque así los niños han de nombrarlo según su cargo doméstico de “papá”. Hay mucho más, sin embargo, en su nombre mismo. No diré simplemente que si hubiese nacido en África quizá se llamaría Bambayuyu, que es un nombre muy sonoro y de un exotismo justificable por la diferencia de lengua. No. Si salimos de nuestro ámbito, que no naturalmente habría de componerse su nombre del nombre de un santo de la Iglesia católica, de un primer apellido. Que trasmitirá a sus hijos y que le vincula al padre de su padre, y un segundo que no transmitirá y que le vincula al padre de su madre. Es
solamente una forma. Podría llamarse Josep hijo de Joan Timoneda o hijo de Empar Martínez, Timoneda Josep o tomar el nombre de su origen y resultar Josep Timoneda de Borriana, o haber podido elegir, al llegar a ser mayor, el nombre o cuál de los dos apellidos prefería llevar adelante.
Podría ser de otra manera, pero ésta es la que le ha correspondido, ya que vive aquí. Son costumbres. ¡Atención, sin embargo! Hay quien dice que “son costumbres” como si, reconocido el carácter no natural de las maneras de vivir, éstas fueran resultado de un puro azar, cuando en realidad nos reenvían una y otra vez los datos fundamentales de la sociedad. El nombre del señor Timoneda nos da pistas sobre la influencia de la Iglesia católica y sobre el hecho de que los padres pintan más que los hijos, y el padre más que la madre. Eso en el nombre solamente. Los actos cotidianos del señor Timoneda nos proporcionan muchas más pistas.
El señor Timoneda podría haber pasado el día de muchas otras maneras. Nada en su biología se lo impide. Podría haber trabajado en su casa, si es que se puede hablar de casa al mismo tiempo a propósito de un espacio de 90 m2 en un sexto piso y a propósito de un edificio que fue la casa de sus antepasados y sigue siendo taller. La mujer del señor Timoneda podía haber estado haciendo parte de la faena del taller y el hijo mayor también mientras aprende el oficio del padre. El más pequeño de los críos podía haber pasado el día en la calle o en casa de otros vecinos, sin noticia ni deseo de escuela alguna.
O bien, el señor Timoneda podía haber pasado el día cocinando para la comunidad, por ser el día que le tocaba el trabajo de la casa, mientras los demás trabajaban en el campo, en la granja o en los talleres, grandes o pequeños, todos proporcionalmente a sus fuerzas y habilidades; y hacia el atardecer reunirse todos para reírse ante una televisión más divertida o para discutir ante emisiones más informativas.
O el señor Timoneda podía haber trabajado aquel día doce horas -seis en las tierras del amo y seis en las que el amo le dejaba cultivar directamente-, regresado a la barraca donde vive amontonado con familiares diversos para comentar que el amo les había vendido junto con las tierras y preguntarse qué tal sería el nuevo señor. O escuchar al abuelo recitar historias, seguro de ser escuchado, seguro de ser el personaje principal de
la familia.
El día del señor Timoneda podía haber sido, pues, muy distinto, y también el de las personas que le rodean. Sería un error pensar que sólo podía haber sido distinto de haber nacido en otra época. Con el nivel tecnológico actual son posibles diferentes formas de vida. Esta pequeña introducción impresionista a una sociología de la vida cotidiana insistirá siempre sobre esa misma idea: que las cosas podrían ser -para bien y para mal- distintas.
Dicho de otra manera más precisa: que no podemos entender cómo trabajamos, consumimos, amamos, nos divertimos, nos frustramos, hacemos amistades, crecemos o envejecemos, si no partimos de la base de que podríamos hacer todo eso de muchas otras formas.
A menudo, cuando se muere un pariente, te atropella un coche, le toca la lotería a un obrero en paro, se casa una hija o te hacen una mala jugada, la gente dice:
-¡Es la vida!
O bien:
-Es ley de vida.
Lo que hacemos no es, sin embargo, La Vida. Muy pocas cosas están programadas por la biología. Nos es preciso, evidentemente, comer, beber y dormir; tenemos capacidad de sentir y dar placer, necesitamos afecto, y valoración por parte de los otros, podemos trabajar, pensar y acumular conocimientos. Pero cómo se concrete, todo eso depende de las circunstancias sociales en las que somos educados, maleducados, hechos y deshechos. Qué y cuántas veces y a qué horas comeremos y beberemos, cómo buscaremos o rechazaremos el afecto de los otros, qué escalas y qué valores utilizaremos para calibrar amigos y enemigos, qué placeres nos permitiremos y a cuáles renunciaremos, a qué dedicaremos nuestros esfuerzos físicos y mentales, son cosas que dependen de cómo la sociedad -una sociedad que no es nunca la única posible, aunque no sean posibles todas- nos las defina, limite, estimule o proponga. La sociedad nos marca no sólo un grado de concepto de satisfacción de las necesidades sino una forma de sentir esas necesidades y de canalizar nuestros deseos.
Así, pensar una bomba nueva, desear una lavadora de otro modelo, comer más a menudo platos variados aunque congelados, valorar a los demás por el número de objetos que poseen y dedicar los esfuerzos afectivos a asegurar el monopolio sentimental sobre una persona, no es más “humano”, no es más “la vida”, no es más “natural” que pensar nuevos trucos de magia recreativa, desear más sonrisas, hacer una fiesta el día en que sí comes pollo-pollo o valorar a una persona porque tiene más capacidad de gozar que tú y está dispuesta a enseñarte.
El amor, el odio, la envidia, la timidez, la soberbia… son sentimientos humanos. Pero, ¿en qué cantidad y a propósito de qué los gastaremos?, ¿es lo mismo odiar a los judíos que a los subcontratistas de mano de obra?, ¿es igual envidiar ahora la casa con jardín y pinada de un poderoso, cuando quedan pocos árboles, que cuando eso sólo representaba un símbolo de poder o de prestigio?, ¿es igual amar a una persona sometida que a una persona libre?, ¿se puede ser tímido del mismo modo en un mundo donde esconveniente ser presentado para hablar con otro, que en una sociedad donde todos se tutean, tratando de imponer una familiaridad que no siempre deseamos?.
“Nacer, crecer, reproducirse y morir”. De acuerdo. Eso hacemos. Pero ¿acaso no importa cómo y cuándo naces, qué ganas y qué pierdes al crecer, porqué reproduces y de qué, y con qué humor te mueres?.
El señor Timoneda se levanta cuando el satélite artificial se hace visible en el cielo de su ciudad. Antes de salir de su cápsula matrimonial mira a su compañero, dormido todavía, y se coloca la escafandra individual. Despierta a patadas a la mutante que le sirve de criada y le da órdenes en inglés. Hoy es un día especial: la lotería estatal sortea simultáneamente los quince que serán autorizados para procrear, los 1031 que se someterán a las pruebas de la guerra bacteriológica y 62 viajes a los carnavales de Río para dos personas y una mutante. Sale a la calle ya dentro de su heteromóvil y choca enseguida con otro. Se matan los dos conductores y el viudo del señor Timoneda es obligado a seguir la costumbre de suicidarse en la pira funeraria. ¿Es natural eso?
Esa sociedad imaginaria resulta ser capitalista, post-nuclear, despótica, de atmósfera precaria y homosexual, neomachista. Es una sociedad posible. Podría ser anticipada proyectando y acentuando los rasgos de la sociedad capitalista actual y suponiendo que hubiese tenido lugar tras una rebelión feminista aplastada, una eclosión de la homosexualidad reprimida acompañada de un explícito culto al macho.
La persona lectora tiene ante sí ahora otra sociedad. ¿Es la única posible? Tal vez diga que no, porque personalmente apuesta por el socialismo. ¿Pero qué socialismo? ¿Un socialismo donde sólo cambie la forma de gestión del capitalismo? ¿Una sociedad igual a esta, excepto en el precio más barato de los electrodomésticos?
¡Ah! Un poco de distancia respecto de su entorno no le vendría nada mal al lector o a la
lectora.

Marqués, Joseph Vincent, No es natural - Para una sociología de la vida cotidiana,
Barcelona, Anagrama, 1982, cap. 1: “Casi todo podría ser de otra manera”.